Fragmento 3

Ciudad de México, septiembre de 2011

Todo esto recordaría Luis cuando, nueve meses después, despertó en el departamento en que vivía en la calzada Nonoalco-Tlatelolco en la Ciudad de México. Pasó una mala noche. Había perdido contacto con su hija, también con su mujer de quien se divorció poco después de su regreso de Londres. En consecuencia, tuvo que vender su casa. En cuestión de unos pocos meses también había perdido su empleo.

  Horas antes, Adriana, que había viajado desde Glasgow a York, salió de la casa de sus suegros para internarse en el Clifton Park Hospital durante la madrugada. Tenía cinco centímetros de dilatación en su cuello uterino. Tras los trabajos de parto, en compañía de su esposo y ayudada por el médico y enfermeros, parió un niño a la una de la tarde con cuarenta y seis minutos. Todo esto ocurría justo en el momento en que en Nueva York, en los Estados Unidos, caía a tierra la torre norte del Word Trade Center como consecuencia de los atentados de ese día, 11 de septiembre de 2001. Adriana y William Stuart tuvieron a su primer hijo, que fue bautizado bajo el rito católico, con el nombre de Thomas William Stuart.

Will y Adriana no se enteraron de los sucesos porque tanto Isabel, madre de Adriana, como los padres de Will, quienes se encontraban acompañándolos en la sala de espera, no los mencionaron a la pareja para no opacar el feliz momento en que recibían a su hijo. Faltaba un abuelo, era Luis Sánchez quien estaba en la Ciudad de México mirando el televisor a las siete de la mañana con cuarenta y seis minutos, sin estar enterado del nacimiento de su nieto. Atendía las noticias que llegaban de Manhattan.

Durante esa mañana, después de la caída de la segunda torre delWorld Trade Center, Luis se levantó, se bañó y vistió de traje y corbata. Salió de su departamento con dirección a la Zona Rosa, a un edificio de oficinas, para una entrevista de trabajo. Llevaba nueve intentos infructuosos de conseguir empleo luego de que había sido despedido de la fábrica de lácteos. Llegó con tiempo a la entrevista, con una nueva esperanza, con la ilusión de ser contratado, de lograr nuevamente una forma de conseguir sustento. Arribó a la recepción de las oficinas en que había sido citado. Había mucho movimiento. Se presentó y le pidieron aguardar. De pronto, salió una mujer joven a la recepción y se dirigió a él:

 ¿Ingeniero Luis Sánchez?

 A sus órdenescontestó poniéndose de pie con una sonrisa y se acercó a saludarla.

 Ingeniero: Lo lamentamos mucho, la entrevista tendrá que cancelarse hasta que nos comuniquemos con usted. Verá: Nuestras oficinas centrales estaban en las torres delWorld Trade Center en Nueva York. La persona que lo iba a entrevistar está en reunión con nuestro director de manera imprevista para acordar cómo hacer frente a la situación contingente que tenemos en este momento. No podemos atenderlo. De verdad, queremos pedirle una disculpa. Nosotros estaremos en comunicación con usted para una nueva cita.

  A Luis no le quedó más remedio que salir del edificio con su traje, su corbata y sus zapatos bien lustrados. Desesperado, empezó a vagar por las calles hasta que entró en un bar en la colonia Roma. El lugar estaba vacío, no había clientes pues eran horas hábiles. El ambiente era obscuro y se escuchaba una música de banda sinaloense. El olor del sitio era el de la grasa mezclado con el del detergente lava-trastes. Luis no acostumbraba tomar, pero alguna actividad habría de tener. Tomó tres cervezas y se mareó un poco.

Cuando salió del bar, caminó por la calle de Tonalá y entró en una especie de estética. Existen personas que piensan que estos “changarros” son el parque recreativo de los varones, hay quienes piensan que son la puerta del infierno, pero lo que Luis tenía que hacer era encontrar sentido a su vida. Jamás había entrado en un lugar así y es que su situación era diferente un año atrás ¡¿Qué clase de frustración podría estar sintiendo para elegir esa “estética”?! Quería protestar por los atentados en Nueva York, por su divorcio, su despido, su falta de dinero, el rapto de su hija por su amigo Will, su soledad, el hastío que sentía que, a diferencia del pasado, lo llevaba a la indiferencia por sus principios religiosos.

  Un joven moreno, de baja estatura, con la camisa desfajada y con la barba sin afeitar, lo recibió y le repitió el pregón que había aprendido y que recitaba de memoria:

  Tu servicio cuesta doscientos cincuenta pesos, consta de relajación, masaje, motivación oral y relación. Para atenderte están Marlene, Jenny e Ivette.

Mientras el encargado las iba presentando, cada chica se iba poniendo de pie. Una de ellas vestía un pantalón de mezclilla cortito que le permitía que se le miraran las piernas y una blusa con un escote que mostraba, en parte, sus abundantes senos. La segunda estaba enfundada en una muy pequeña minifalda y la última llenaba un pantalón tipopant deportivo color rosa que permitía ver lo bien delineado de su cuerpo.

A Luis le temblaban las piernas. Tímidamente señaló a Jenny, la de la minifalda. Ella, en actitud de gladiadora, lo condujo, a través de una puerta, a un pasillo que recordaba a un laberinto. Sus tacones producían un peculiar golpeteo y hacían que luciera mejor su cadera. Pidió a Luis que ingresara. Luego, la chica abrió otra puerta que daba a una habitación donde había una cama, un espejo que ocupaba toda una pared y un pequeño mueble para colgar ropa. La habitación estaba pintada de un color rosa tenue, el techo era blanco y un foco pendía, sin pantalla, de él. La cama estaba cubierta con una colcha con un color entre rosado y café, de mal gusto, pero, al menos, aparentemente limpia. La habitación estaba impregnada de una peste a limpia-pisos corriente. Estando en el interior, Luis quiso abrazar a Jenny, pero ella le dijo a manera de protocolo:

 ¿Te molesto con tu pago?

El hombre ofreció el dinero. La chica salió de la habitación y al cabo de cinco minutos anunció su arribo con el golpeteo de sus tacones. Entró con una toalla, un rollo de papel de baño y un lubricante vaginal. Le pidió a su cliente que se quitara la ropa. Ella empezó a hacer lo propio mirándose al espejo como si estuviera modelando para sí misma.

Mientras se desvestían, Jenny interrogaba:

¿Cómo te llamas? ¿Eres de por aquí? ¿Trabajas? 

Luis iba contestando a cada una de las preguntas de manera mecánica. La mujer iba mostrando su cuerpo, su cabello lacio, su mirar tranquilo, su silueta delgada, sus senos tibios y abundantes, su cadera redonda y bella, sus piernas morenas y bien torneadas, firmes. Era una bella mujer con el desenfado de un obrero operando una máquina.

Cuando estaba ya desnuda, volteó a mirar a su cliente que se encontraba sentado en la cama mirando al piso. Ella le ofreció una sincera sonrisa, se dirigió a él, lo abrazó mientras el hombre temblaba de miedo. No presentaba erección alguna y sintió en Jenny un aroma de perfume floral. Sintió que su pene se ponía rígido. Se besaron, se acariciaron. Después, la chica sacó un condón empaquetado, lo abrió rasgando el empaque con los dientes cuidando de no tocar su contenido y colocó el dispositivo en el miembro de su compañero, lo acarició con la lengua, con los labios y lo metió en su boca repetidas veces. Luis ya estaba muy excitado. Ella se colocó de rodillas en la cama para ofrecerle su grupa. Durante el coito, estiró las piernas y quedó acostada. El hombre hacía movimientos sobre ella quien gemía y agitaba la cadera para excitarlo más.

Él no tardó en llegar al orgasmo. Jenny terminó de gemir, esperó a que saliera de ella. Se levantó de la cama con una expresión indiferente. Con la misma tranquilidad con que se desnudó y, con la misma sonrisa, tomó su toalla, sus implementos y salió de la habitación diciendo que enseguida regresaba. Algo que Luis percibió en la chica fue que no era vulgar, tampoco mostraba ser una persona instruida. Simplemente era una mujer. Esta vez, no hizo ningún juicio moral en relación a la conducta o apariencia de la persona que amablemente le había prestado un servicio. Permaneció en la cama un momento. Su excitación se había transformado en un sentimiento de ansiedad. De golpe, había comprendido que ese lugar no era, o al menos no para él, un parque recreativo de los varones sino, más bien, un pasillo más del laberinto del Minotauro. Reprimió una oleada de llanto. Sintió miedo, angustia, rabia y también tristeza. Se levantó, se vistió y simplemente salió a la calle a tomar el fresco.

No tenía con quien hablar, con quien comentar el cúmulo de sentimientos que lo agobiaba o lo que el mundo estaba viviendo. Ya estaba en la profundidad del laberinto.

Durante el trayecto de regreso a casa por la avenida de los Insurgentes, conducía su automóvil con la boca seca. Paró en una farmacia y pidió Clonazepam de diez miligramos, dos cajas, para poder dormir. La encargada de la farmacia explicó que para vendérselas necesitaba receta médica, pero él le ofreció doscientos pesos adicionales. 

Llegó a la zona donde vivía, estacionó el coche, subió las escaleras del edificio hasta el segundo piso en una zona habitacional en condominio de clase media, tenía cuatro niveles, estaba pintado de color mostaza y mostraba ropa tendida en la fachada que la gente había colgado a través de las ventanas. Recorrió el obscuro pasillo, tomó su llave y entró a su departamento donde se había olvidado de colocar en la puerta el típico letrero que repelía a los misioneros protestantes, portadores de un mensaje contrario a las enseñanzas de Jesús; ese tipo de letrero que mostraba la efigie del santo jesuita y la leyenda: “San Ignacio de Loyola, di al demonio, no entres”.  Un letrero que siempre pusieron en la puerta de su casa cuando era hijo de familia y él había hecho lo propio en su casa con Isabel y su hija.

Sacó quince pastillas de Clonazepam, fue a la cocina por un vaso de agua. Luego fue a su recámara y se recostó mientras el llanto le capturó emulando a la lluvia que caía en la calle. Tomó un puñado de pastillas y con la otra mano, el vaso de agua.

  Serían cerca de las cinco de la tarde de ese martes en que el mundo estaba totalmente conmocionado. Se encontraba en el laberinto cuando salió de su escondite el Minotauro y lo tomó por el cuello para matarlo, para tragárselo de tres mordidas. La víctima pudo ver y sentir al monstruo que, de tiempo atrás, le acechaba. En eso, sonó el timbre.

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